Prefacio
Quienes tuvimos la fortuna de nacer en los setenta, recordamos con mucho agrado algunos programas de televisión como Plaza Sésamo, Pequeños Gigantes, Chespirito, Mazinger Z, El Hombre Nuclear, La Mujer Biónica y Capitán Centella, entre otros. No contábamos con internet ni con teléfonos celulares, así que jugábamos varias horas al día con amigos y decenas de primos. La calle era nuestro maravilloso patio para jugar “la lleva”, “pañuelito”, “escondidijo” y “ponchado”, que eran los juegos rutinarios y que alternábamos con los torneos de fútbol en los que, por usar como canchas aquellas calles mal pavimentadas, destrozábamos nuestros únicos tenis Croydon, para enfado de nuestras madres. Palos con las camisetas y algunas piedras se convertían en sólidas porterías cuyo ancho se medía con algunos pasos.
Una y otra vez
éramos llamados por nuestras pacientes madres quienes, desde los balcones y
ventanas, controlaban el tiempo y nuestras rutinas. Eran tan pocos los
automóviles en ese entonces, que podíamos jugar horas sin que algún motorizado
interrumpiera esas maravillosas tardes. Sudorosos y satisfechos por un gol o
por una defensa que evitó el triunfo del equipo contrario, ingresábamos a la
casa para tomar litros de Tang helado y sentarnos luego, con calma, a
hacer las tareas. Aquellos juegos infantiles que aún conservo en la memoria,
rara vez se ven en estos tiempos actuales, cuando los muchachos prefieren las
pantallas del celular o del televisor donde encuentran cientos de canales
disponibles.
En mi caso,
además de estos geniales momentos, contaba yo con unos amorosos padres, Gloria
y Herney (“El Negrito”), quienes me motivaron a leer y a aprender jugando junto
a mis hermanos Gloria Isabel y Juan David, ella es hoy una talentosa psicóloga,
comprometida con temas de salud pública en los barrios y comunas de Medellín, y
él es un médico y brillante gerente hospitalario, diez años menor que yo.
La enciclopedia El
mundo de los niños me motivó a inventar y realizar experimentos que mis
padres consideraban fantásticos y por eso el Instituto de Educación Rondinella,
a cargo de dos pedagogos innovadores (doña Carmenza Restrepo y su esposo
Bernardo Restrepo, PhD.), y que fue el colegio donde realicé mi primaria, se
convirtió en un segundo hogar donde disfruté cada año de su hermoso ambiente
campestre, de docentes con profunda vocación como Jorge Villegas y de amigos
del alma que aún conservo como lo más sagrado.
El método Sucre empleado en aquella
institución, el cual se basaba en unas fichas con información teórica sobre un
tema, ilustraciones y ejercicios de comprensión que nos permitían aprender a
nuestro propio ritmo y nos motivaba a leer, escribir, cantar y, en especial, a
ser muy creativos.
Ya en el
bachillerato en el Colegio Calasanz de Medellín, pude acercarme con más detalle
al mundo de la ciencia y la lectura. Pero más allá de la dedicación a las
letras, había en esta institución una profunda formación humanista. Maestros
geniales como Julio Uribe, Mario Arias, Enrique Uribe y sacerdotes como el
Padre Mario García, Fernando Torija y Juan Jaime Escobar forjaron generaciones
de muchachos con un sello especial: académicos sólidos con unas profundas bases
morales. Algunos de mis compañeros de la
promoción 1988 son gerentes de grandes compañías, empresarios innovadores,
docentes universitarios con doctorado, médicos destacados en el exterior y,
sobre todo, grandes ciudadanos, generosos en las causas sociales hacia las que
yo, con alguna intensidad (debo confesarlo) los he arrastrado año tras año. El
grupo juvenil del Calasanz se llama Almatá, y a él ingresé a los catorce
años para compartir momentos de mi vida adolescente. Al finalizar mi segundo
año allí viajé con los más avanzados (los llamados Asesores) a La
Argentina, una vereda distante y muy pobre del municipio de Yolombó.
En esta
comunidad jugábamos con los niños, los preparábamos para la catequesis y
visitábamos sus casas entre el quince y el veinticuatro de diciembre. Se
trataba de pasar la Navidad con estas familias y compartir su humilde estilo de
vida, el cual contrastaba con nuestras comodidades de “hijos de papi” en la
ciudad.
Fue en una de
esas visitas a la casa de Soledad Franco que descubrí mi vocación médica. Bajé
a eso de las seis de la tarde desde la escuela donde yo descansaba, hasta su
humilde vivienda de piso de tierra, paredes de madera y de plástico y una que
otra teja de zinc deteriorada. Ella vivía con su esposo Jaime, sus nueve hijos
y con su tierna madre, doña Polda, a quien cariñosamente le decían “Doña
Poldita”, mujer muy pequeña, con mirada noble y actitud devota quien tenía unos
setenta y seis años para ese momento. Fue ella quien le solicitó a su hija
Soledad que me diera el mensaje: “Mijita, dígale al misionero que si puede
bajar a leerme unos salmos de la Biblia”.
Complacido
por la invitación, en medio de esa fría noche y a la luz de varias velas que
facilitaban mi lectura en aquella humilde casa, empezó una tempestad horrible y
luego de dos horas de lluvia imparable, se decidió que subir a la escuela era
una tarea arriesgada para mí, así que entre las mujeres de la casa me
arreglaron una cama sencilla con las mejores sábanas y cobijas. Luego me
sirvieron agua de panela caliente con unas galletas y un plato de arroz. Me
acosté un poco cansado después de ese día de visitas y juegos, mientras Soledad
me arropaba como a uno más de sus hijos.
A la mañana
siguiente mi moderno reloj de cuarzo me despertó con su alarma puntual a las
5:40 am. Al levantarme y sentarme en el borde de mi sencilla cama, vi la escena
de mayor desprendimiento y generosidad de la que yo haya sido testigo y, a la
vez, protagonista: la abuela y tres de sus nietos pequeños estaban acostados en
el piso sobre una sábana y apenas protegidos con algunos sacos y mantas viejas.
Me habían cedido la única cama cómoda de esta morada y pasaron frío en medio de
una noche agitada por el viento y la lluvia.
Levanté a doña
Polda del piso y la invité a acostarse en la que fuera mi cama. Su artritis
reumatoide severa y su osteoporosis avanzada, que yo en ese momento no podía
diagnosticar, la hicieron gemir de dolor, pero pudo ponerse en pie y se acostó
con lentitud en la cómoda y tibia cama. Unas compresas con agua caliente y sal
eran el único tratamiento disponible para esta mujer que sólo sabía rezar y
amar. Los recursos de esta familia no le permitían visitar el hospital local
(ubicado a unos veinticinco kilómetros por una pésima vía terciaria) y, mucho
menos, acudir a un buen especialista en Medellín.
Todos
los campesinos de esa comunidad, una y otra vez, cedían la mejor porción de
carne, de queso, los únicos huevos y la sopa en el mejor plato para los
misioneros y aunque aquellos no eran mis alimentos preferidos me percaté, por
sus gestos sinceros, que yo tenía demasiado por agradecer, dadas las
comodidades de mi casa y mi vida en la ciudad. Seguí visitando estas familias
año tras año y me enteré de sus grandes sacrificios para recibir atención
médica, pues en aquel entonces, un médico o un odontólogo eran artículos de
lujo en estas zonas que, infortunadamente, ya empezaban a verse muy afectadas
por la violencia, pues la vereda está localizada cerca del municipio de Puerto
Berrío, una zona del Magdalena Medio en constante conflicto armado y presencia
de varios grupos que deseaban imponer sus propias reglas.
Una vez
que logré ingresar con gran esfuerzo a la Facultad de Medicina de la
Universidad de Antioquia (una de las mejores del país, a la cual se presentan cada
semestre más de 2.500 aspirantes para intentar acceder -en ese entonces- a uno
de los escasos 80 cupos disponibles), procuré viajar algunas veces a Bogotá, a
Santiago de Cali y al exterior en dos oportunidades (a Cuba y Brasil), para
complementar mis conocimientos y habilidades en el área de la salud comunitaria.
Mis grandes maestros de la facultad y sus directivas me apoyaron en todo
momento en relación con mis estudios de los temas sociales. Por eso, mi año
social obligatorio (el llamado año rural), con familias víctimas del
desplazamiento en Urabá, fue más que una oportunidad laboral: fue la forma de
demostrar el importante papel de la medicina y la salud pública en zonas
afectadas por el conflicto armado. De ahí pasé a estudiar la maestría en
epidemiología en la Facultad Nacional de Salud Pública Héctor Abad Gómez, de
nuestra Alma Máter, como una continuidad de este proceso vocacional.
Ya en un
ambiente de posgrado, de alto estándar de investigación y de máximo nivel
académico al lado de maestros con doctorado como María Patricia Arbeláez, PhD.
y Germán González Echeverry, PhD. quienes tenían amplia experiencia científica,
me entusiasmé con más energía por trabajar con aquellas comunidades en alto
riesgo social y por desarrollar proyectos de salud pública para su beneficio.
Así obtuve una beca internacional al finalizar mi maestría para estudiar en un
centro de salud materno infantil de Uruguay (CLAP/OPS) y al regresar de esta
pasantía de ocho meses, me sentía capaz de cambiar el mundo. Pero fracasé muchas veces en el plano
académico y personal tratando de posicionar mis ideas y mis proyectos, pues mi
ego y mi soberbia a mis escasos veintinueve años de edad no ayudaban mucho. Solo muchos años después, cuando viajé a
Estados Unidos a presentar una de las innovaciones que desarrollé mientras
atendía a mujeres campesinas jóvenes (una toalla sanitaria con biotecnología
que detectaba enfermedades infecciosas y metabólicas), me di cuenta de que
fracasar es un camino al éxito y que mis compañeros de otros países y los
docentes de Singularity University, en el Silicon Valley, se vanagloriaban de
sus derrotas, de sus quiebras y de los sinsabores propios de los emprendedores.
A partir de allí decidí prestarle más atención a la ruta que a la meta final, y
celebro cada derrota con un deseo increíble por levantarme y seguir adelante.
En medio de la
epidemia por Covid-19, en abril de 2020, fui convocado por un grupo de
egresados de la Universidad de Antioquia para asesorar en vigilancia
epidemiológica a los municipios del departamento y semanas después participé en
una convocatoria nacional abierta por una entidad internacional para vincular
epidemiólogos. Fui seleccionado para viajar a Ituango, un municipio afectado
por el conflicto y con cerca de 24 mil habitantes en el norte de Antioquia
donde encontré gente, montañas y paisajes fabulosos que me inspiraron a
escribir mis memorias de veintitrés años de ejercicio profesional.
En una de esas
noches lluviosas de Ituango, mientras redactaba las primeras líneas de este
libro, supe que la Academia de Medicina de Medellín -entidad con 133 años de
trayectoria- me había nombrado Miembro Correspondiente[1],
gracias a la trayectoria que tenía forjada en el trabajo con comunidades
vulnerables, algunas investigaciones y las innovaciones biomédicas. Fue así que
algunos de sus académicos más experimentados me sugirieron, al igual que mi
hermosa familia, que publicara este libro y contara sobre mis historias, las
innovaciones tecnológicas y mi visión de trabajo con las comunidades campesinas
que tanto me han enseñado y a quienes debo mi vocación a lo largo de estos
años.
Espero que el
lector se conmueva por estas experiencias médicas y que, a su vez, motive a las
nuevas generaciones de profesionales de la salud y de otras áreas a salir con
frecuencia de los consultorios, de las clínicas y de las oficinas de las
ciudades, para que se aventuren en una experiencia inolvidable: la de vivir, en
medio de la naturaleza y entre personas sencillas y generosas, los tesoros
abundantes de los que me he nutrido día a día.
De seguro este
acercamiento a las comunidades campesinas fortalecerá el desarrollo social, la
equidad, la generación de empleo, la convivencia y la paz en las zonas que
llevan años esperando una mejoría en su calidad de vida. Trabajar en proyectos
sociales con profesionales y técnicos de diferentes áreas podría reducir la
migración continua de miles de campesinos quienes, con poca esperanza,
afectados aún por el conflicto y con sus pobrezas históricas toman la decisión
de abandonar sus hogares y a sus familiares mayores, para viajar a las ciudades
en busca de un sueño que pocas veces llegan a cumplir. Y allí, en medio de
nuevas necesidades y de la fuerte discriminación urbana, no es extraño que sus
hijos e hijas elijan el camino de la violencia, que a todos nos afecta.
Si Dios me
presta la vida, quiero seguir trabajando, innovando y enseñando ese maravilloso
mundo de la salud pública y la atención primaria en las montañas y en medio de
las comunidades campesinas de nuestro hermoso país. Es mi pasión, es mi
vocación.
[1] Un Miembro correspondiente es una persona que tiene una posición
destacada en alguna área por su currículum y que fue homenajeada con la
pertenencia a una academia.
Por más médicos así, donde respetan la verdadera vocación, la de servir, la del aprendizaje continuo, la de innovar para ayudar a la sociedad, sin importar el estrato social.
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